CHINA, más presente que futuro, por qué y cómo

Todo empezó con Japón, luego vino Corea y ahora China. Los japoneses al principio imitaron o «copiaron» la tecnología europea y norteamericana y sus diseños; aprendieron y al poco crearon escuela, tanto tecnológica como estética. En calidad hoy Japón y Alemania están en la cumbre y la marca más vendida del mundo es japonesa, pero eso es solo en apariencia. En muy poco tiempo, antes que el consumidor lo haya percibido, el occidental principalmente, unas marcas chinas han desplazado la preponderancia occidental. Corea empezó del mismo modo, pero con empresas subsidiarias o con marcas propias, y hoy es el quinto país del mundo en producción de automóviles. Sin embargo, la producción de estos dos países, Japón y Corea, no alteró las cosas, todo quedaba en casa, sea por los inversores, el control económico occidental o por las marcas europeas y norteamericanas que producían en ellos.

Pero hablemos de China. En los cincuenta China empezó a fabricar lo que más necesitaba, tractores, camiones y autobuses con tecnología soviética. Hasta 1964 China no produjo lo que podríamos llamar un automóvil en serie, el SH 760, cuya fábrica, Shanghai es propiedad de la ciudad que le dio el nombre, años después dedicado exclusivamente para taxis y el transporte de autoridades. Valga la redundancia, estéticamente el Shanghai no tenía nada que envidiar a los automóviles europeos de la misma época; sin embargo, en lo tocante a la mecánica estaba muy atrasado. El resto de automóviles eran casi fabricados a mano, uno por uno, de manera precaria y casi exclusivamente para los desfiles. De hecho, la fabricación en serie del SH 760 no sobrepasaba las 5.000 unidades anuales, es decir, casi nada. Sin embargo, en 1992 China ya fabricaba un millón de automóviles al año, sin contar autobuses y camiones. Ocho años más tarde, llegó a los 2 millones, superando a muchos países que se creían más adelantados, y en el 2008 superó los 8 millones, convirtiéndose en el primer productor mundial. Pero no tuvo bastante, necesitaba motorizar a su población sin necesidad de importar y para eso había de fabricar muchos más. En el 2021 China fabricó 26,8 millones de automóviles, convirtiéndose ya no en el líder indiscutible sino en la fábrica mundial.
Para entender lo sucedido en China solo hay que trasladarse a la España
de los cincuenta, cuando apenas se fabricaban automóviles, a la de 1990, con algo más de dos millones de automóviles fabricados. China aún estaba peor, carecía de industria y por tradición su producción era artesanal. En los sesenta China carecía de la cultura de producción en serie. En su caso el cambio puede parecer mayor, pero si tenemos en cuenta su población, en sus primeros años el caso español fue quizá más radical. China empezó del mismo modo, con la llegada de fabricantes europeos y japoneses, que buscaban mano de obra barata, universidades técnicas y poca reivindicación social, coincidente por las características políticas de ambos sistemas. En su caso, la transferencia de tecnología, el aprendizaje de los nuevos sistemas productivos y la creación de universidades técnicas de calidad, crearon una base técnica formidable.

En pocos años se crearon pequeños talleres que fabricaban piezas de recambio, en su mayoría copias de las originales, que con la ayuda de los gobiernos locales y provinciales, junto a la necesidad de equipar con automóviles baratos a la población, algunos de esos talleres se convirtieron en fábricas que comercializaban imitaciones de mala calidad de los automóviles europeos.
¿Cómo consiguió, China, un cambio tan sorprendente?
El gobierno chino, a cambio de facilitar la infraestructura y una parte de capital, exigió la mitad accionarial y la limitación de la producción. Es decir, priorizó motorizar a su población. Y esos fabricantes, quizá no muy gustosos, pero ante el riesgo que otros se quedaran este gigantesco mercado, terminaron aceptando.
Algunos ahora dirán que las empresas europeas cayeron en la trampa, pero no es así, en aquel momento a los accionistas les fue muy bien, los beneficios inmediatos fueron cuantiosos y al sistema capitalista le gusta la ganancia rápida.

La política de limitación funcionó, pero no solo con respecto a motorizar China sino también se creó una potente industria de componentes, que producía tanto para el consumo interno, como al externo de las marcas, una parte con sus normativas de calidad y otra para competir con el famoso made in China. Por lo cual los automóviles europeos, japoneses o incluso norteamericanos, producidos en las fábricas de su país de origen, llevaban muchas piezas de origen chino o los talleres mecánicos se nutrían con piezas de recambio llegadas directamente de China. Por otro lado, el gobierno chino consiguió motorizar el país con automóviles fabricados en él, con solo el 50% del coste empresarial inicial, además de formar a cientos de miles de nuevos técnicos e ingenieros y crear una economía subsidiaria de talleres mecánicos, fábricas de herramientas, robotización, escuelas de conducción, etc. Tanto es así que en 2003 el parque automovilístico chino ya alcanzaba los 22 millones de unidades, una barbaridad si lo comparamos con España, pero una minucia para un país de 1.300 millones de habitantes. Por lo cual, el hecho que China fabricara más que nadie y, lo más importante, que aprendiera a hacerlo, no implicaba ningún riesgo. La necesidad era tan grande que deberían pasar muchos años para construir suficientes automóviles 100% chinos, y aún más para poderlos exportar, dado que sus criterios de calidad y seguridad dejaban mucho que desear. Eso pensaban los fabricantes europeos, sin embargo, en el 2019 el parque automovilístico chino ya alcanzaba los 250 millones de unidades, una cantidad que a todas luces superaba con mucho las previsiones más optimistas. Occidente, a cambio de un beneficio rápido, había ayudado a motorizar a los chinos pagando la mitad del coste de las fábricas, pero también formando a cientos de miles de trabajadores y creando miles de nuevos empresarios. Y aquellos pequeños talleres, que en pocos años se habían convertido en pequeñas fábricas, con la ayuda del estado chino construyeron grandes fábricas, ahora ya sin el control de las marcas europeas.

En China actualmente existen alrededor de 12 grandes empresas automovilísticas, casi todas ellas capitalizadas por entero por el estado. SAIC, fabricó 5,3 millones de automóviles en el 2021, con sus tres marcas propias, aparte, claro está, de las que fabrica con GM y Volkswagen, SAW y tantas otras, con docenas de distintas marcas que compiten entre si, aun siendo de propiedad estatal, sin perder la producción de los automóviles occidentales. Se da el caso de automóviles chinos, copia exacta de los occidentales, tratados de genérico tal como nosotros con los medicamentos. Es decir, el automóvil es una copia exacta incluso en la mecánica, excepto en lo tocante al emblema y algún que otro acabado o extra.
China no solo es el primer productor mundial de automóviles de combustión interna, sino que también lidera, con mucho, la de los eléctricos y su tecnología. Para conseguir esta hazaña, desde el 2018 el gobierno chino limitó la producción y venta de vehículos de combustión interna y aumentó la ayuda para los eléctricos hasta el 40% de su valor, por lo cual solo dos años después, en el 2020, en China se vendieron 2 millones de automóviles eléctricos. No debe extrañarnos pues que se haya marcado como objetivo que en 2030, el 30% de automóviles vendidos sean eléctricos. Obviamente, para conseguirlo ha de producir las baterías necesarias. Pero eso tampoco será un problema, actualmente China produce dos tercios de las baterías del mundo.
La tecnología de la batería y del motor eléctricos, no obstante ser de las más antiguas (recordemos que el primer automóvil se movía por electricidad), aún están en desarrollo. Los fabricantes europeos, aun conocedores de la dependencia geoestratégica de los combustibles fósiles, centraron su esfuerzo de investigación en mejorar y desarrollar nuevos motores de combustión interna, seguramente previendo la dificultad de legislar o de instalar conexiones de carga eléctrica de alto rendimiento en las viejas estaciones de servicio. Sin embargo, China se volcó no solo en la producción de baterías sino en el desarrollo de las mismas, y en nuevos y novedosos sistemas de recarga.
¿Se ha de temer la irrupción de las marcas chinas en Europa?
Pues depende de quién. Para el consumidor no, puesto que ampliará la oferta con nuevos y quizá mejores automóviles. Para la competencia tampoco, porque obligará a las marcas europeas a desarrollar nuevas tecnologías y sistemas. Para esas mismas marcas tal vez, aunque siempre pueden adaptarse y adoptar o convertirse en subsidiarias de las chinas, tal como esas hicieron con las europeas;
eso sin contar que las marcas chinas puedan instalar plantas en la misma Europa, algo que ya están haciendo. En cualquier caso, la industria europea no dispone de mucho tiempo para adaptarse, porque al ritmo productivo de China, pronto todas las familias del país dispondrán de un automóvil, y la prioridad de su gobierno cambiará.

Al principio los automóviles chinos no podían competir en calidad ni en seguridad o respeto al medio ambiente, ni con los europeos ni con los norteamericanos. Probablemente los políticos y empresarios de ambas sociedades confiaron en su supremacía tecnológica, olvidando las capacidades de China, principalmente la educativa. Olvidaron lo sucedido con la telefonía móvil o los drones, que actualmente superan en calidad y autonomía a los que se creían maestros. Actualmente los automóviles eléctricos chinos, a idéntica calidad y autonomía que los europeos, cuestan entre seis y nueve mil dólares menos.
Y ustedes, al igual que la mayoría, creerán que es debido a una mano de obra más barata, pero no es así, al menos en gran parte. Los chinos, al igual que otras muchas cosas y, al contrario que los europeos, fabrican todos los componentes de sus automóviles; sus cadenas de producción son de primer nivel y, lo que es más, muchas ya están amortizadas. La robotización de las fábricas chinas es de las mejores y más completas. Las marcas europeas en la mayoría de los casos han de adquirir las baterías a sus competidores chinos, y ahora, por mucho esfuerzo que hagan para ponerse al día, han perdido la iniciativa tecnológica y su primicia. El coste de la mano de obra de fábrica en el precio de venta de un automóvil, gracias a la robotización no es tan relevante; por otra parte, los salarios de ingeniería chinos ya son similares a los de la Europa del Este.

Mientras los europeos debaten cómo electrificar sus estaciones de servicio para recargar baterías, la marca china Nio ha creado un sistema, no de recarga sino de cambio de batería. La empresa está distribuyendo estaciones de intercambio por toda la geografía, que se asemejan a un contenedor adaptado, donde el conductor introduce el vehículo y, sin necesidad de salir del coche, en tres minutos un sistema robotizado le cambia la batería, mientras la que deja se recarga para instalarla en otro automóvil. Este sistema, que también incorpora cientos de estaciones móviles de recarga, es mucho más eficaz y barato, y seguramente está destinado a convertirse en estándar para todos los automóviles eléctricos. A los gobiernos, tal como han hecho con los cargadores de móviles, no les quedará otra que escoger un sistema para todo el mundo.

Excepto por lo que respecta a la motorización eléctrica y la tecnología de las baterías, que es entera responsabilidad de los gobiernos europeos legislar y dirigir el esfuerzo tecnológico para conseguirlo, la industria europea no ha sido pillada desprevenida. Como ejemplo de lo que podía esperar, estaba la industria del móvil, de los ordenadores, de los chips y últimamente la satelital. Por poner un ejemplo, en 2005 en España había 42,6 millones de móviles en uso, mientras China no llegaba a los 30 millones. En 2007, dos años después, China ya contaba con 500 millones, y en el 2022 1.600. Solo cuando la población china había entrado de lleno en el mundo de la telefonía móvil, sus empresas empezaron expandirse. Hoy la mitad de los móviles que se venden en el planeta son de marcas chinas, que compiten en igualdad de condiciones en calidad y prestaciones.

La telefonía, el textil y muchas otras ramas industriales se trasladaron a China, al principio de la mano de los empresarios occidentales, pero al poco los mismos chinos prosperaron por si mismos, convirtiéndose en los industriales más punteros y grandes del planeta. La automoción, quizá la industria que más beneficio puede dar y que la tecnología occidental marcaba una diferencia, parecía inmune a esta deriva, sin embargo, el tiempo, ni siquiera una generación, ha demostrado lo contrario.
En un mundo global, eso no debería revestir ningún problema, sin embargo, los actuales acontecimientos, derivados por
la necesidad de control geoestratégico del sistema económico “occidental” para no perder su hegemonía, con los EEUU abanderándolo, nos ha llevado a confundir la globalidad con la unilateralidad. Es decir, lo que llamamos “occidente” trata de defender un modelo de globalidad que, obviamente, no satisface a buena parte de los actores, principalmente los que han escogido un sistema distinto para su desarrollo, a la vista está, más eficaz. Occidente ha respondido a través de dos vías, la militar, con demostraciones armadas amenazantes para controlar las vías de comercio exterior de la otra parte; y la económica, con sanciones, aranceles especiales y la prohibición de comerciar con ciertas tecnologías avanzadas y de intercambio científico (en otro momento explicaremos el porqué de su previsible fracaso). Lo que en principio había de ser una economía global, sin restricciones y con la voluntad de lentamente ir disipando las fronteras, se ha convertido en una economía de bloques, con el riesgo que eso representa para la paz mundial.
¿Por qué?
Cuando se habla de geostrategia, una
idea que debería olvidarse por anacrónica en pleno siglo XXI, nos referimos al dominio de las fuentes de materias primas y las rutas por donde estas se distribuyen para la subsistencia de las sociedades. En una economía global, el que una sociedad posea unas materias que el resto no tiene, carece de importancia, todo es cuestión de precio y de intercambio. Sin embargo, en una economía de nacionalismos, de bloques geopolíticos o de sistemas socioeconómicos distintos, todo eso cambia, las materias primas o las rutas que estas deben seguir, se convierten en armas o sujeto de conquista. Quien las tiene puede escoger al cliente, aislarlo, castigarlo por no aceptar unas reglas de juego, por racismo o para evitar que prospere y sea más competitivo.

Es posible que las circunstancias geopolíticas, producto de la competencia entre los EEUU y China, que no deja de ser la lucha del primero para que al segundo le esté vedada una tecnología que la llevaría a su mismo nivel, si es que no ha llegado aún, impidan la libre circulación de productos y de tecnologías. Por lo cual nos podríamos encontrar con la paradoja de no poder disfrutar las mejores tecnologías chinas y muchos de sus productos, mientras que los chinos disfrutarían de los nuestros, lo que comporta enriquecimiento tecnológico y de ideas, dado el poco temor que sienten hacia nosotros. Paradoja porque en principio nosotros somos los liberales y culturalmente nos creemos los mejores o con el sistema socioeconómico de más éxito.
El nacionalismo socioeconómico o la geoestrategia, si preferimos llamarle así, no solo provoca conflictos armados sino también pobreza y hambre. El actual conflicto entre Rusia y la OTAN es un buen ejemplo.

Pero por qué existe este temor hacia China, nos podríamos preguntar.
Lo primero que se nos ocurre es miedo al palmario éxito que muestra su sistema, miedo a que el nuestro no sea capaz de superarlo. Es el viejo temor de quien basa todo su sistema
sociopolítico a una hipotética superioridad cultural. Por supuesto, no es la competencia mercantil, eso lo soluciona el mismo mercado, al que muchos confunden con el capitalismo y otros con el derecho a la rapiña o el extractivismo.
Lo segundo es precisamente eso último. El sistema capitalista occidental puede participar en el nuevo
sistema socioeconómico chino, pero no penetrar en él. En su momento pudo hacerlo en el ruso, pero pronto fue expulsado. Esos dos estados quieren mantener demasiada soberanía en su sistema económico, no aceptan el juego occidental, principalmente el ruso.

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