Crisis alimentaria: Un reto de presente y de futuro
En un encuentro de economistas de hace más de un año, entre otras cosas hablamos de la crisis alimentaria y las repercusiones que nos aguardan a causa del cambio climático, que es, con mucho, el problema más importante que deberemos lidiar. Por supuesto, olvídense de cómo suplir los carburantes sólidos; del problema del agua, que con una buena gestión y depuradoras se podrá resolver. Incluso nos atrevemos a decir que los problemas inherentes a la salud y los desastres naturales que indudablemente aparecerán, quedarán relegados a un segundo término. La reducción de las cosechas y de la ganadería, junto a grandes migraciones por falta de los alimentos que ya empiezan a insinuarse, serán el verdadero talón de Aquiles de nuestra sociedad. Y es que el ser humano puede dejar de ducharse diariamente o utilizar la cisterna del excusado una vez de cada dos, puede dejar de viajar, incluso organizar su vida de manera más lógica; puede resguardarse del calor o, si viene al caso, reducir paulatinamente su esperanza y calidad de vida; pero lo que no puede hacer es dejar de comer.
Durante el encuentro llamamos la atención sobre la situación que se nos venía encima, demasiado rápido para la capacidad de adaptación del ser humano. Como ejemplo tenemos la caída del 53% de la producción de los cereales en España en solo dos años, a causa del cambio climático. Obviamente, no en todos los lugares del mundo ha sido así, sin embargo, la caída es general en todo el globo, en unos sitios más y en otros menos. Los cereales no solo sirven para producir harina, sino también pienso y forraje para los animales. Para no ser menos la producción de cereales de Argentina, uno de los grandes exportadores de pienso del mundo, lleva tres años disminuyendo, siendo el 2023 el peor de todos. Este año hemos visto como muchas granjas españolas se han visto obligadas a sacrificar entre uno y dos tercios de su cabaña animal. A eso le debemos añadir el aumento de temperatura de nuestros mares y, por ende, la menor cantidad y calidad de pesquerías.
No tenemos referencias sobre las que trabajar para predecir los cambios socioeconómicos que indudablemente acarreará la crisis climática. Tampoco si el ser humano utilizará la guerra para resolverlos, aunque algunas de las actuales confrontaciones (Ucrania, Sudán, Siria o Níger) ya son parte de la competición por los recursos, que en el mejor de los casos solo puede agravar la situación global, nunca mejorarla.
Lo que sí podemos prever es una caída del trabajo remunerado y quizá una vuelta al campo, así como una caída de la natalidad. Por lo que respecta a las grandes migraciones, las damos por seguras solo en una situación de cambios climáticos previsibles hasta el momento. En caso de una gran y repentina glaciación del hemisferio norte, tal como vaticinan algunos expertos, todo cambiaría. En cualquier caso, sea por la desertización de las zonas subtropicales o por la glaciación, la destrucción económica y la carencia de alimentos parecen inevitables.
Como explica Jim Skea, con una subida de temperaturas el ser humano no debería colapsar, a no ser que tal como explicamos antes decida hacerlo por si mismo, provocando pequeñas revoluciones o guerras con el objetivo de apoderarse de los recursos, que invariablemente le llevarían a la confrontación nuclear, o directamente a ella con el mismo objetivo. Incluso así, el ser humano podría sobrevivir como especie, su capacidad de adaptación es enorme; excepto algunos insectos, es la mayor entre todos los animales del planeta; sin embargo, no debemos obviar su individualismo. Como especie carece del necesario instinto de supervivencia, de eso que como sociedad haya decidido seguir emitiendo gases y dilapidando los recursos, con la esperanza de que las generaciones venideras lo solucionen, demonizando y reprimiendo a todo aquel que intenta sensibilizar a la sociedad (solo con entrar en un buscador y teclear “represión a ecologistas” descubrimos que son tratados como terroristas o casi, dando igual el régimen político que impere).
Obviamente, en el momento que algunas corporaciones y estados descubren la inevitabilidad del cambio climático y sus consecuencias, que por lógica suelen ser las que más lo han provocado, destinarán grandes recursos, financiados por esa misma sociedad, para investigar y crear sistemas de captado y almacenamiento de los gases invernadero, que podrán resolver el problema pero a muy largo plazo. Es prácticamente imposible que veamos los primeros resultados antes de un siglo. Y eso siempre que el ser humano pueda coordinarse de manera global y solidaria, sin guerras para apoderarse de los recursos. El cambio climático, sus consecuencias y las emisiones que lo provocan, son globales en todos los sentidos, por lo cual su respuesta necesariamente también ha de ser global.
Pero nos guste o no, haya o no guerras, el cambio climático nos llevará a reducir sí o sí nuestras dietas, que en algunos casos y lugares ya se está notando. La gran mayoría de la población, sino toda, en el bolsillo, lo cual ha hecho que parte de ella haya reducido el consumo. Otra parte, aún minoritaria en el primer mundo, pero no tanto en otros, empieza a sentir la falta de alimentos.
En cifras, desde la pandemia la subida de precios de los alimentos en España ha sido del 31%, del 17,6% solo en este último año, la más elevada de Europa, lo cual hace que las economías más débiles sean las más perjudicadas, dado que utilizan el mayor porcentaje de su renta en alimentación (pensionistas, parados y personas con bajos salarios). De hecho legislar para que los alimentos suban más que el resto de bienes de consumo, es una burda manera de hacer que las rentas más bajas sean las que paguen el grueso del coste de la crisis. A todo esto y sin que venga a cuento de lo que pretendemos con este artículo, en el mismo periodo los beneficios de los grandes intermediarios han aumentado un 20%.
Pero recuperemos el hilo.
Para resolver una radical reducción global de los alimentos, es decir que no se puedan importar, las sociedades primero deberían corregir el problema facilitando su producción, confiando en el criterio de los productores para que escojan el tipo de alimento según sus posibilidades, las de la tierra y el agua. Dejando de lado que en algunos lugares de España, la capacidad de criterio de los productores dista mucho de ser “normal”, los agricultores suelen adaptarse a sus capacidades y al mercado, mientras que los gobiernos subvencionan o deberían los cultivos que creen más necesarios.
Obviamente, la crisis climática no permitirá, o eso parece, alimentar a todo el planeta. Por mucho esfuerzo que hagan los países desarrollados, no podrán resolver a tiempo la inevitable desaparición de los grandes deltas productores de arroz, el aumento de las sequías y los desajustes de temperatura. En resumen, no podrán alimentar a sus poblaciones. Y tampoco pueden contar con que una parte del mundo pase hambre para que otra pueda alimentarse. Lo que llamábamos tercer mundo y que ahora se está organizando en torno a los Brics, ha dejado de serlo y su capacidad adquisitiva ha aumentado lo suficiente para competir con el mal llamado primer mundo; y de no tenerla, tampoco nos encontramos con estados inestables sino fuertes y organizados, que defienden sus territorios, sus habitantes y sus haciendas. Vietnam, Rusia y la India, por poner un ejemplo, han reducido drásticamente sus exportaciones de arroz, porque con la sequía no les sobra y primero han de alimentar a su población. Marruecos y Argelia han limitado la exportación de alimentos a Europa por lo mismo.
En un sistema salvajemente liberal, los alimentos son más o menos asequibles dependiendo de su abundancia. En el nuestro, al menos el europeo, sin haber llegado a este nivel, los alimentos han sido asequibles gracias a los excedentes. Para nosotros es habitual ver, en cualquier día y hora del año, las estanterías llenas de productos frescos y envasados. Sea lunes o viernes, a las 8 de la mañana o las 8 de la tarde, cualquiera de nosotros puede comprar el producto que más le apetece, fresco e impecable, eso último según lo que quiera pagar. Difícilmente verá, en una gran superficie o en el mercado de su barrio, productos que no muestren una buena apariencia. Eso obviamente tiene un coste, más en excedentes que en precio. Esos excedentes son posteriormente repartidos entre las clases más desfavorecidas a través de organizaciones financiadas por los mismos estados o vendidos a empresas de envasado. Ahora bien, actualmente esas organizaciones, que hasta no hace mucho repartían alimentos generosamente, ahora tienen dificultad para alimentar a sus beneficiarios, no porque sean más sino por falta de material, es decir ya no hay tanto excedente. Y al no haberlo, las estanterías que antes veíamos llenas ya no lo están. Los productos frescos aún no escasean, al menos para el consumidor que puede pagarlos; pero ya no puede escoger, no hay de todo en cualquier día y hora, y aún menos de apariencia impecable, por lo cual los precios han aumentado. Para que los alimentos sigan siendo asequibles, y todos, sin importar su nivel adquisitivo, puedan seguir alimentándose, los consumidores y los comerciantes deberán racionalizar el consumo y la manera de exponerlos y de venderlos.
En caso de escasez real existen procedimientos igual para ajustar el consumo a la producción. El primero y más efectivo, pero menos justo en una sociedad liberal, es el aumento de precio. El segundo es el racionamiento, tal como pronostica el científico Antonio Turiel con respecto a la energía, poco efectivo en el caso de bienes de consumo, pero muy justo. La tercera sería intervenir el precio de los alimentos, por cierto defendida por algunos partidos de la izquierda; sin embargo, eso solo provocaría más escasez, dado que la ciudadanía no asumiría su realidad. La cuarta y seguramente la más efectiva y justa, y que sorprendentemente ningún político tiene en cuenta, es la sensibilización de la ciudadanía con respecto al consumo de alimentos. En este caso el administrador ha de ser muy transparente, mostrar las cifras y proponer a la sociedad un ajuste voluntario, que en caso de no conseguirse se vería obligado a implementar un sistema de racionamiento.
Y para terminar nos gustaría recordar a nuestros lectores, que el 20% de la población mundial consume el 80% de los recursos naturales, y que el 10 de este 20% consume el 50%, que el 1% más alta de la población emite más gases invernadero que el 50% de la parte más baja. Es importante saberlo, porque cuando pidan sacrificios y solidaridad, posiblemente la mayoría de ustedes consuman lo justo o menos de lo que el planeta permite.
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