Cambio de paradigma
En un futuro muy próximo, en el 2060 según el Instituto de Métricas y Evaluaciones de Salud (IHME), de la Universidad de Washington, alrededor de 9.000 millones de seres humanos habitarán el planeta, de los cuales cada día un porcentaje más elevado dispone de un nivel de vida parecido al nuestro. Es decir, que no es tan importante el número de seres humanos que lo habitan, como el consumo promedio de cada uno de ellos. No consume lo mismo un ser humano, que con sus limitados recursos apenas podrá moverse fuera de un radio de cien kilómetros durante toda su vida, que uno que durante sus vacaciones anuales se desplaza 6 o 7.000, y mensualmente entre 300 y 1.000. Tampoco uno que vive en una ciudad, que aparentemente le garantiza energía ilimitada, con productos llegados de todos los confines del mundo, que uno que en invierno ha de abrigarse con un jersey de lana en su casa, regalo de una ONG muchas veces, y que solo podrá consumir productos de proximidad.
Una pequeña parte de la humanidad ha puesto el futuro de toda ella en jaque, esa es la frase que mejor puede definir la actual situación. Lo ha hecho consciente, aunque no deliberadamente. Ha escogido mantener un sistema de consumo y de bienestar basado en la inmediatez y la abundancia, a costa del futuro y del bienestar de las siguientes generaciones, con la esperanza de que la futura tecnología podría remediar y, por qué no confesarlo, remendar el estropicio – eso último principalmente con respecto a la energía atómica y el CO2 en el espacio dentro del cual se desarrolla la vida-. Sin embargo, ha cometido dos errores, el primero no hacer caso a los científicos, que con razones de peso alertaban, que si bien la progresión del cambio climático, en general sería aritmética, en algunos sistemas sería geométrica, y que a dicha fórmula se le debían añadir otros factores, algunos conocidos y otros aún por conocer.
El futuro es incierto, pero dentro de esta incertidumbre algo claro tenemos, el mundo que más consume ha de ponerse las pilas, no para dentro de un par de años, eso ya pasó, sino para mañana o pasado. Y no para evitar los efectos del cambio climático, porque esos ya están aquí y encima llegan a años vista y multiplicados, sino para evitar el colapso total.
El futuro no pinta bien para esos nueve mil millones largos de seres humanos, principalmente porque, por mucho que se diga, la naturaleza no puede soportar esta cifra con el nivel de vida, o mejor decir de consumo, que pretende ese privilegiado 10%, y aún menos el 1% que consume diez veces más. Los recursos del planeta no tienen tiempo de regenerarse, eso sin contar con la destrucción de la biosfera, para alimentar y dar cobijo a tantos millones. El futuro pasa en primer término, en caso de decidir seguir comiendo sepia y/o ternera tantas veces como se quiera, y disfrutar de un mes de vacaciones al año para visitar a nuestros hermanos de las antípodas, por eliminar drástica y de modo urgente el número de seres humanos que pretenden o pueden gozar de tales prerrogativas.
El mismo estudio asegura que en el 2060, y que a partir de ese momento la población mundial empezará a disminuir progresivamente. Nosotros intuitivamente creemos que el pico podría anticiparse y no llegar a esos 9.000 millones, aunque se le acercaría.
Las crisis que provocará el cambio climático, sumadas a una mayor educación y concienciación global, o quizá por creer que es imposible mantener tanta población, podría llevar a la humanidad a crear mecanismos de limitación, sea con leyes, regulaciones o intuitivamente desde la misma población. Sin embargo, la disminución del número de seres humanos no es la solución.
Actualmente el 10% de la población consume más de la mitad de los recursos del planeta. Y si nos centramos en el consumo de energía, este 10% consume aproximadamente 20 veces más que el 10% más pobre. Es decir, que si de los actuales 7.700 millones, esos 770 millones consumieran los mismo que los 6.300 restantes, pocos hablarían hoy del cambio climático. Y con solo que el 20% de la población mundial llegue o se acerque a un nivel de riqueza/consumo similar al del 10% actual, el planeta entraría en un absoluto colapso.
En un futuro no tan lejano como creemos, la vida en las ciudades se hará difícil y cara, principalmente en lo tocante a la energía y los alimentos. Para salvar el planeta la sociedad deberá abandonar parte de la explotación intensiva en agricultura, ganadería y pesca, pero también en minería. El transporte individual de personas se convertirá en un lujo y el de mercancías se encarecerá, por lo cual el diferencial del precio de la alimentación entre la ciudad y el mundo rural aumentará. Los agricultores y los ganaderos cambiarán la cantidad por la calidad, obligados a encontrar fórmulas que limiten el uso de químicos y de fertilizantes, y a la vez les permita obtener suficientes beneficios. La digitalización y la robotización de la agricultura hará que disminuyan o desaparezcan los excedentes, y la venta directa o semidirecta facilitará que los precios se mantengan, pero obviamente mucho más en ciudades de población reducida, cercanas a los centros de producción. Las macrociudades no serán rentables y podrían convertirse en sumideros de pobreza.
Ya no solo se trata de reducir el consumo de carne sino que los grandes cultivos intensivos deberán disponer pasillos de vegetación natural, para que tanto pájaros, como reptiles, pequeños mamíferos e insectos puedan desarrollarse. Esos grandes campos de cultivo deberán estar salpicados por zonas boscosas y de matorral, dependiendo su tamaño, las circunstancias orográficas, tipo de vegetación y las especies de la zona y su clima. Y dado que los rumiantes son de vital importancia para el mantenimiento del bosque, la administración deberá garantizar su paso a través de senderos, y proveer la imprescindible logística de agua para los animales y el resguardo para los pastores.
Los edificios con muchas viviendas, pese a ser más eficientes energéticamente, no pueden competir con las viviendas unifamiliares. Los tejados de esas últimas, gracias a las pantallas solares, podrán convertirse en una fuente de energía ecológica muy barata, que hará a sus ocupantes autosuficientes o casi. El terreno circundante, en caso de haberlo, deberá ser cultivado y también servirá para almacenar el agua pluvial. La proximidad del bosque y el intercambio con los vecinos facilitarán la economía de supervivencia.
En las grandes ciudades el consumo de energía por habitante es sensiblemente inferior que en las pequeñas o medianas ciudades, y mucho más que en las poblaciones o pequeñas ciudades rurales. Sin embargo, si lo analizamos con la generación potencial de energía para el autoconsumo, descubriremos que las ciudades de 100.000 a 250.000 habitantes tienen más posibilidad de generarla; mientras que en las pequeñas ciudades rurales, la producción puede autoabastecer completamente a sus habitantes e incluso exportar el sobrante. Para contrarrestrar esa diferencia las autopistas y las autovías habrán de cubrirse con paneles solares, para así generar electricidad para las ciudades y, de paso, proteger el asfalto del sol y de las inclemencias.
Con respecto a las basuras, su tratamiento, en caso de hacerse correctamente, es más eficiente en las grandes ciudades. De hecho la eficiencia en su recogida y tratamiento va en relación al número de habitantes, y dado que es uno de los factores que más afectan al medio ambiente, también ha de ser el que más estudio debe necesitar para conseguir, por un lado el máximo reciclaje y por otro la disminución de los residuos.
El concepto de gran ciudad densamente poblada, económicamente es más sostenible, produce menos desperdicios por habitante, el consumo energético por vivienda es mucho menor y el de transporte es incomparablemente más reducido; además permite que exista un mundo rural y boscoso, con grandes áreas salvajes. Por contra, la urbanización con edificaciones de baja altura, jardines o pequeños huertos urbanos, es más sana y lógica, provoca menos estrés, más oxigenación de la sangre y los niños que viven en su entorno gozan de mayor nivel intelectual; sin embargo, ocupan vastos territorios y hacen muy difícil disponer, a una distancia relativamente corta, grandes zonas boscosas y salvajes, necesarias para no solo el disfrute del ser humano sino también para la conservación y riqueza del medio natural.
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