Economía, Geoestrategia, Decrecimiento y la teoría de Heartland
En 1904 el brillante geógrafo y político británico, Halford John MacKinder, ideó una teoría geopolítica y económica que bautizó como Teoría Heartland, que en castellano podría definirse como Corazón Continental, para algunos el paradigma MacKinder.
Según él la sociedad que domine el norte de Asia y Europa central, terminará dominando Asia central y, seguidamente, el mundo. Esa teoría, aparentemente infantil e inexacta, ha sido tan importante que, de una manera u otra, todos los gobiernos británicos y norteamericanos han intentado boicotear económicamente cualquier atisbo de una asociación o confederación en el noreste europeo y norte de Asia, es decir Rusia.
Pero dejemos este tema pendiente, pronto lo vamos a necesitar.
La guerra como modelo económico
La política y la geoestrategia son economía. De hecho todo lo es, incluso la sanidad y la esperanza de vida de una sociedad, la que tiene y la que podría tener, así como el medio ambiente, la educación, el racismo, etc. Las sociedades, para mantener su nivel de vida, utilizan el poder que les da la política y la geoestrategia, y de ser necesario la guerra.
Existen tres modelos de sociedades: las que viven de otras, las que mantienen a otras y las que han conseguido el equilibrio. Obviamente hay sociedades que producen menos de lo que consumen, esas sociedades se mantienen, con más o menos disimulo, a costa de otras. Esas sociedades pueden ser ricas o no dependiendo de su capacidad de depredación, mientras que la riqueza de las depredadas dependerá de su capacidad de evitarlo.
Una sociedad rica que vive de las demás empieza a perder su poder político y geoestratégico para seguir depredando al resto, porque ya no es tan temida o las sociedades que le pagan por su defensa hayan aprendido a hacerlo por sí solas.
Siglos atrás, la gente ignoraba por completo lo que sucedía fuera de su población, podía estar informada de los sucesos fuera de sus fronteras, gracias a los soldados que guerreaban por dinero y volvían a su casa, que solían ser pocos y de poco criterio. Solo una minoría tenía acceso a la información, no toda por lo complejo de las comunicaciones, ni a tiempo para poder procesarla.
Para entender la importancia del poder de la comunicación, baste decir que una de las sociedades que mejor la manejó para sus fines fue la protagonizada por las élites españolas del siglo XVII, cuyo imperio se extendía por todo el globo y en ambos hemisferios; y la información que salía de Perú, por poner un ejemplo, llegaba al gobierno de la metrópoli cuatro o cinco meses más tarde; un tiempo relativamente corto si tenemos en cuenta que dos siglos después, la británica no solo no había conseguido mejorar esta latencia temporal, sino que en algunos casos era más larga.
Hemos de entender que una vez gestionada la información, el gobierno de la metrópoli enviaba las órdenes pertinentes, que tardaban otros cuatro o cinco meses en llegar dependiendo el clima. Es decir, lo que el gobierno norteamericano del siglo XXI tarda en gestionar y decidir en un día en el caso de Afganistán, el español del siglo XVII tardaba ocho meses en el mejor de los casos con respecto al virreinato de Perú, generando desgobierno y pérdida de poder económico y político.
Los cambios surgen mucho antes de que la sociedad empiece a sentir sus efectos. Nosotros, lo que podemos llamar Imperio Occidental, cuya Metrópolis Hegemónica la encontramos en la sociedad norteamericana, estamos experimentando un retroceso que para algunos puede ser lento, pero que en clave histórica está siendo muy rápido. Empezó en la Guerra de Vietnam, cuando la Metrópolis que creía gozar poder absoluto descubrió que no podía mantener una guerra imperial en solitario, aunque a su favor está que al retirarse y darla por perdida pudo amortiguar su retroceso.
La sangría económica que representó el esfuerzo por mantener su liderazgo a través de aquella guerra, se disimuló por el descomunal desarrollo y enriquecimiento de la industria militar, además de la entrada de capital desde sus satélites; pero para alimentar esa industria ya creada y sedienta de más encargos y de flujos de capital, necesitaba más guerras, que directa o indirectamente tenía que financiar, unas veces con la ayuda de sus satélites, es decir, lo que en otro tiempo se definiría como colonias del Imperio, y otras por sí misma.
La desvinculación del dólar con respecto al oro marcó el comienzo de ese retroceso en el plano económico. La Metrópoli necesitaba crear grandes masas de capital para pagar las facturas militares y las de una sociedad ociosa, que veía las guerras como algo lejano que no tenía por qué afectar en su día a día. El retroceso pudo ser otra vez amortiguado gracias a la caída del bloque comunista precisamente por la misma causa, el sobreesfuerzo social que representaba mantener una industria militar sin fin y guerras sin futuro. La afgana es el mejor ejemplo en el caso soviético.
Los nuevos actores económicos globales
El fin de la llamada unipolaridad, es decir el surgimiento de nuevos actores sociales que compiten por los recursos el planeta, algunos de ellos con un peso mayor del esperado, contra los que el Imperio Occidental ya no puede combatir, ha aumentado su sobreexplotación. Brasil, Sudáfrica, Pakistán, Indonesia y principalmente China y la India, son esos nuevos actores que necesitan proveer de bienes de consumo a sus respectivas sociedades, los mismos bienes que el Imperio se ha dedicado a mostrar y vender como ejemplo de prosperidad, gracias a un sistema económico basado en el consumo. A esos le hemos de añadir Rusia y el resto de su imperio, que ha despertado convirtiéndose en uno de los principales actores, no solo económicamente sino también de contrapeso tecnológico y militar, además de disponer las reservas terrestres más grandes del mundo, la mayoría sin explotar y externas al sistema económico del Imperio.
A nuestra sociedad le ha pillado por sorpresa ver grandes flotas pesqueras chinas trabajando por todos los mares del planeta. Le ha surgido un nuevo competidor, que ya no solo extrae la riqueza de sus costas, sino que las busca en las de otras sociedades tras pagar el precio pactado, no el impuesto. Y lo mismo podemos experimentar en minas de Sudamérica y de África, y en grandes extensiones de cultivo de ambos continentes; y en ambos casos no solo por parte de China, sino también de la India. El Imperio, pues, se ha visto obligado a compartir los bienes del planeta, pero esta vez compitiendo con el precio, ya sin poder imponerlo a través de la presión económica o de la guerra.
El final de la guerra de Afganistán, una guerra que ha durado 20 años y que no se sabe cómo terminará, tiene varias lecturas.
La primera es económica. Son muchos los que hablan de la gran riqueza minera de Afganistán. Sin embargo, muy pocos sobre el costo de las explotaciones y de la seguridad jurídica, aparte de la física. Afganistán carece de infraestructura ferroviaria, su accidentada orografía hace muy difícil su construcción y las áreas de explotación están muy desperdigadas. Afganistán puede ser potencialmente muy rica, pero pocos invertirán en ella a no ser con unas garantías difíciles de cumplir, y a muy largo plazo, es decir a precio de saldo.
La segunda es estratégica. Afganistán está justo en una de las nuevas rutas de la seda de la China, pero con las actuales tecnologías se puede esquivar, por el norte, a través de países estables y de buena vecindad, o por el sur, por países que han demostrado ser socios comerciales buenos y seguros.
La tercera es militar. Visto que no puede seguir siendo hegemónico, el Imperio Occidental necesita frenar el crecimiento de China para evitar que este país lo sea, además de salvaguardar a Taiwan, y no puede mantener tantos frentes abiertos. Afganistán e Irak son una enorme sangría que solo sirve para alimentar una industria de guerra y decenas de contratistas militares, es decir empresas de mercenarios.
Con sus políticas el Imperio ha soliviantado a casi toda Sudamérica y exaltado a su población. Entre sus satélites europeos cunde la inseguridad y la desconfianza. Y tras esta guerra han descubierto que carecen de interés para la Metrópoli, excepto para enviar tropas según su capricho y bajo su mando, y comprar sus productos militares aunque sean más caros y de peor calidad.
¿El Decrecimiento como respuesta al consumismo?
En 1948, el filósofo Claude Lefort y el economista Cornelius Castoriadis crearon una vanguardista corriente de pensamiento, plasmada en la revista Socialisme ou Barbarie, a la que se unieron otros filósofos y economistas franceses, transformadora del marxismo, inspiradora y precusora del mayo del 68 y de muchos otros movimientos que buscaban mejorar la relación del ser humano con la naturaleza. De ella salieron en gran medida los partidos verdes europeos y principalmente el movimiento a favor del Decrecimiento.
El Decrecimiento es la respuesta de algunos movimientos políticos y filosóficos al actual y suicida expolio del planeta por parte del ser humano. Actualmente uno de sus principales representantes es el economista francés Serge Latouche, profesor emérito de la Facultad de Derecho, Economía y Gestión de la Universidad de Paris-Sud.
El discurso del profesor Latouche es perfecto, carece de errores salvo que en el actual contexto poblacional y social de la humanidad es impracticable, y que no tiene en cuenta el deseo natural ─o quizá mejor decir instintivo─ del ser humano por la prosperidad.
Serge Latouche, gran viajero, ha vivido en África para promover su desarrollo, por lo cual conoce perfectamente la cultura económica de sus sociedades, de modo que no es comprensible que quiera exportarla al mundo desarrollado como solución al consumismo. Extrañamente omite el ansia de prosperar de estas sociedades, de desarrollarse como el resto de la humanidad, que obliga a tantas personas a andar cientos de kilómetros en penosas condiciones y cruzar el estrecho arriesgando la vida.
La felicidad que los defensores del decrecimiento nos venden, que se traduce en trabajar el mínimo necesario para conseguir lo justo para sobrevivir, obviamente no funciona. Las sociedades del neolítico que ponen como ejemplo, así como las que actualmente viven como ella, carecen de esperanza de vida y la que tienen es gracias a los fondos que aporta la ONU a través de sus muchas organizaciones, además de las ONGs del mundo desarrollado.
Los decrecentistas sitúan la Francia de 1960 como ejemplo de consumo sostenible, sin pensar que entonces una minoría de franceses tenía un automóvil y vivía en casas con todas las comodidades, mientras la clase media luchaba y se endeudaba por poseer un electrodoméstico y un utilitario altamente contaminantes, y la clase baja solo podía soñar en comer.
Tampoco podemos referirnos al primer mundo cuando hablamos de consumismo. Los occidentales representamos el 20% de la población mundial, pero utilizamos el 86% de sus recursos. Con la globalización, el primer mundo se ha llenado de ricos superconsumistas, de una clase media de consumistas que no llegan a fin de mes y de millones de pobres que luchan por sobrevivir; y lo que llamamos segundo y tercer mundo, de ricos consumistas y de pobres que apenas sobreviven.
La diferencia entre el primer mundo y el resto, con respecto al consumo de combustibles, primordialmente está en la movilidad. El 75% de los combustibles fósiles que extraemos del subsuelo, para convertirlos en gases de efecto invernadero, está destinado exclusivamente a la movilidad. Se calcula que el 10% de los consumidores más ricos utiliza 187 veces más energía de combustible para transporte de personas que el 10% más pobre.
En principio los occidentales viajamos y nos movemos mucho más, utilizamos mucho más el automóvil, a poder ser de alta cilindrada, viajamos en avión por placer o negocios, que a veces viene a ser lo mismo, salimos a la mar en lanchas de recreo o yates, etc. Por poner un ejemplo, la diferencia en número de puertos deportivos entre España y la India o Indonesia, países mucho más poblados, es abismal. Para el resto del consumo el reparto es más equitativo, el 10% de los ricos utiliza tres veces más energía que el 10% más pobre. Evidentemente, los fogones para cocinar consumen lo mismo.
Sin embargo, en España y el Reino Unido, solo el 20% pertenece al grupo de consumidores ricos, en Alemania el 40%. Es decir, no podemos valorar las emisiones por sociedad y habitante sino por la riqueza de las personas y su capacidad de empatía hacia la naturaleza.
Si ahora mismo analizáramos la pisada de CO2 de cada uno de nosotros, habitantes del primer mundo superconsumista, descubriríamos que, entre el cuidado medioambiental, la falta de medios y el ahorro, muchos no llegamos al nivel de consumo insostenible y gran parte de quienes lo sobrepasan es más por una ausente o deficiente regulación de los gobiernos. No es lógico que Cabo Verde, un país del tercer mundo, haya conseguido erradicar, mediante una legislación adecuada, las bolsas de plástico, mientras que en España parece una misión imposible.
Al hablar de Primer, Segundo y Tercer Mundo, estamos señalando a sociedades enteras, cuando la globalización ha hecho que ya no sean los estados quienes compiten sino las personas. Un médico o un informático español ya no solo compite con otros españoles sino con hindúes, malasios o argentinos. Y nos hace caer en la trampa del engreimiento étnico o de sociedad. Al vivir en lo que llamamos Primer Mundo, no solo hace que nos creamos más ricos y cultos sino también sentirnos culpables por consumir en exceso cuando probablemente no sea así.
La Teoría Heartland
Al principio del artículo hemos hablado de la Teoría Heartland. Esta opción es factible si se dan dos condiciones: la primera que todas sus sociedades mantengan contacto por vía terrestre, y la segunda que su sistema de intercomunicación sea extenso, ágil y bien estructurado. Si ustedes estudian el mapa ferroviario y de carreteras de Rusia, de sus socios de confianza, de China y de Europa Central; y si a eso le suman la necesidad de la Europa rica e industrial de atraer comercial y políticamente a Rusia, sin duda se les mostrará el mapa de Heartland dibujado por Halford John MacKinder. Pero no olvidemos que MacKinder lo publicó en 1904, es decir hace 120 años. Entonces Europa central era una gran potencia en recursos minerales, humanos y de inteligencia, mientras que Rusia y el centro de Asia eran países con una elevada tasa de analfabetismo y ruralismo, y China una de las sociedades más atrasadas del planeta, dividida por clanes militares. Hoy Europa Central ha agotado muchos de sus recursos y, sin embargo, necesita más; Rusia es una potencia tecnológica, militar y humana de primer orden, y sus socios asiáticos están desarrollados con una tasa de estudios superior a muchos países occidentales, y China prácticamente se ha convertido en la primera potencia industrial del planeta.
La geoestrategia y el clima han cambiado radicalmente la situación. Ahora al mapa hay que añadir el Mar Helado, que en 1904 MacKinder señaló como frontera infranqueable. Actualmente los rompehielos rusos circulan por su porción de mar helado, y por desgracia pronto ya no serán necesarios. Y también se ha de tener en cuenta el indudable éxito de la OCS, la Organización de Cooperación de Shanghái, que si estudian el mapa de sus cinco miembros fundadores verán una gran Heartland
La nueva Heartland ya no necesita a la Europa Central.
En una posible guerra entre China y la Metrópoli Hegemónica, es decir sin sus satélites europeos, el resultado sería catastrófico para ambos bandos. Solo si Rusia se desentendiera, el Imperio a duras penas podría empatar con un coste desmesurado. Sin embargo, aunque a Rusia no le convenga una China excesivamente fuerte, sabe que, de vencer, el Imperio luego iría a por ella. Su territorio es demasiado apetitoso y el Imperio necesita dominar las comunicaciones del Ártico y explotar las grandes reservas que esconde Siberia, mientras que Rusia necesita un socio de confianza, rico y poblado, para explotarlas y que no terminen en otras manos. Y es evidente que con China se lleva bien, hay mucha frontera común y las relaciones comerciales y tecnológicas son intensas y sin sorpresas. En cambio, con el Imperio son débiles, tensas e inestables. Los satélites europeos del Imperio carecen de política común y su unión es más una olla de grillos que la de unas sociedades inteligentes. Y no hay que olvidar la nueva Heartland.
La sociedad global habrá de aprender a vivir en pequeñas sociedades muy abiertas
El mundo, mal que le pese a quienes se aferran a la vieja concepción de la política y de la economía, ha cambiado, ya no es ni será unipolar o bipolar, ni siquiera sabemos si será multipolar. Con las actuales tecnologías de la comunicación y la necesidad de un sistema comercial más justo, y con el cambio climático, ya no llamando a nuestra puerta sino dentro de nuestro edificio, el mundo ya no podrá dividirse en aquellos tres grupos de sociedades.
Las sociedades deberán buscar el equilibrio, ya no es factible que unas vivan de otras o las mantengan; tampoco que en una misma sociedad, en principio opulenta, una pequeña minoría consuma entre diez y veinte veces más que la media y cien más que otra minoría. Es evidente que la economía consumista se ha convertido en una carrera, de obstáculos para una mayoría, en la que los más afortunados consumen lo que ellos producen, además de gran parte que el resto.
La sociedad global habrá de aprender a vivir en pequeñas sociedades muy abiertas, que no impidan los flujos migratorios, de modo que las afortunadas en recursos puedan transformarlos en riqueza gracias a esos flujos y distribuirlos correctamente. También deberá regular la natalidad para que todos los habitantes del planeta puedan vivir con comodidad y con unas posibilidades de consumo razonables.
La sociedad humana solo puede sobrevivir si consume mucho menos, pero es obvio que una parte, seguramente la más importante, no puede reducir su nivel de consumo, porque el que tiene ya está muy ajustado. Si lo reduce morirá o se levantará para arrasarlo todo. Está en nuestras manos evitarlo.
Según André Gorz, se es pobre en Vietnam cuando se anda descalzo, en China cuando no se tiene bicicleta, en Francia cuando no se tiene coche, y en los EE.UU. cuando se tiene uno pequeño.
André Gorz no iba desencaminado, el problema es que los vietnamitas sin zapatos no pueden quedarse sin pies, que los franceses sin coche están dispuestos a matar por uno, y los norteamericanos que tienen un vehículo pequeño matarían si se les dijera que han de abandonarlo.
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