El proteccionismo frente los grandes depredadores
La ecología, por no decir el planeta en su conjunto, ha de ser estudiada de una manera global y sin prejuicios.
Tenemos la tendencia de creer en un mundo más producto de la fantasía de los dibujos animados que de la realidad, y de actuar obsesiva y casi infantilmente con respecto a la protección de algunas especies concretas, obviando que son parte de un ecosistema en el cual nosotros también pertenecemos e interactuamos.
Las campañas basadas en observaciones realizadas por voluntarios cargados de buena voluntad y tesón, pero sin el adiestramiento y los medios adecuados para contabilizar el número real de osos y lobos existentes en nuestra geografía, impiden valorar el impacto real sobre esta. Excepto en algunos lugares muy concretos, las diferencias de datos obtenidos, tanto en el número de manadas, el de sus integrantes y la edad de estos, dificulta mucho determinar la actual situación del lobo. Sin embargo, el avistamiento de ejemplares en zonas en las que había desaparecido hace más de un siglo, da a entender que se está recuperando y que es posible que termine colonizando nuevas áreas.
No dudamos de la necesidad de proteger a esos dos animales, los únicos grandes depredadores, aparte del ser humano, que actualmente frecuentan algunas de nuestras regiones, sobre todo cuando vemos que en algunas provincias, en las que apenas se han visto un par de ejemplares, los distintos gobiernos aprueban su caza. Y aún más cuando somos conscientes del beneficio que representa su presencia, en comparación a los poco o casi inexistentes daños que producen y, como muchos ganaderos reconocen, que con la ayuda de mastines de los Pirineos o de los Cárpatos y cambiando el sistema de pastoreo, podrían solucionar este problema.
De hecho, en cambio de presionar a las administraciones para que aprueben su caza o la prohíban taxativamente, lo que deberíamos hacer es intentar que esos dos animales puedan colonizar nuevas áreas de nuestra geografía, para conseguir el tan ansiado equilibrio medioambiental, que tanto el oso como el lobo son parte. Su caza, en caso de ser necesaria, debería estar regulada para mantener dicho equilibrio, que solo se conseguirá con la adaptación de quienes habitan las áreas rurales y viven de ellas.
Circunscribir el problema de la biodiversidad en la protección de esos dos animales, aparte de correr el riesgo de convertirlas en mascotas Disneylandia del típico conservacionista de ciudad y despacho, y de provocar un divorcio entre esos y los auténticos individuos que pueden mantener el monte y nuestros bosques en equilibrio, es decir los pequeños ganaderos capaces de utilizar el pastoreo tradicional, tiene el riesgo de olvidar otros animales que realmente están en grave peligro de extinción, precisamente por la obsesión de evitar la caza tradicional de otros, cuyo equilibrio anteriormente estaba en manos del ser humano. Y es que el ser humano es una especie más del ecosistema y ha interactuado con ella desde hace cientos de miles de años, primero siendo presa y cazador, y los últimos cien mil años solo eso último.
Si protegemos el “ecosistema humano para que sea sano para la especie humana”, terminaremos protegiendo todo el ecosistema de una manera eficaz, tanto para los humanos como para el resto de las especies que habitan el planeta. Por lo cual no se trata de proteger el lobo y el oso a niveles de irracional obsesión sino, cohabitar con ellos, y cuando la convivencia se haga imposible para la supervivencia del ser humano, buscar el modo de equilibrar su número, tal como seguramente hicieron los mismos seres humanos del paleolítico. Es decir, evitando una obsesión parecida a la anterior, puesto que no se trata de erradicarlo con una carnicería, a la que el ser humano es muy dado y que podemos ver en nuestros mares con la desaparición de especies enteras por su sobre-explotación, o en los continentes e islas por su caza despiadada.
Antes que la caza o la protección obsesivas de esos dos grandes depredadores, nos debería preocupar la contaminación general de los ecosistemas con plásticos y la minería indiscriminada a cielo abierto, las balsas de metales pesados, el envenenamiento del suelo con pesticidas, fitocidas, abonos inorgánicos, y la desertización por uso de técnicas capitalistas y depredadoras de explotación, tanto a nivel local como global.
Conseguir el equilibrio de los ecosistemas es una tarea global, que no solo ocupa un territorio sino todo el planeta. Es ridículo prohibir taxativamente la caza de esos dos animales, por ser políticamente incorrecto o afectar nuestra sensibilidad, sin tener en cuenta el alcance real de su número. Y sin embargo, por razones económicas, el abandono del campo y la prohibición obsesiva por esos proteccionistas de salón, hemos olvidado cazar comadrejas, garduñas, jinetas y gatos monteses, que superan en mucho el número aceptable para el mantenimiento del ecosistema, por lo cual el urogallo casi ha desaparecido de nuestros montes.
Esos animales eran cazados no solo por su carne sino por sus pieles, que eran trabajadas o comerciadas por los mismos pequeños ganaderos, y que servían para confeccionar artículos de gran calidad, necesarios para la vida rural y que hasta no hace mucho los visitantes de las ciudades adquirían como recuerdo; y que hoy han sido cambiados por artículos muy parecidos confeccionados, cómo no, por derivados del petróleo, es decir poliésteres o acrílicos.
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